jueves, 2 de mayo de 2013

ENTREGA DE PREMIOS 1º MI MARIANO. ME LO ENTREGO. LA Sª ALCARDESA.




Él le había dicho: “¡Vente conmigo!; a mi lado vas a vivir como una reina”. Dolores no sabía cómo vivía una reina,  pero… “desde ese día no me faltó ni leche de hormiga”, solía decir orgullosa. Se la llevó una madrugada justo antes de que el día le robara los secretos a la noche. Compró una casa donde terminaba el Barranco de Las Monjas y empezaba la Calle Burgos. Una casa vieja, que él arregló haciéndola confortable como el abrazo de un amigo. Y aunque solo contaba con un dormitorio y otra pieza que hacía de cocina y comedor, a ella le parecía un palacio, tal era la miseria y la pobreza que se vivía en la posguerra. Allí fueron muy felices.
Ella lo recordaba con cariño y extrema ternura: “Mi marido, me contaba, era tratante de ganado y se ganaba bien la vida. Era un hombre alto, de complexión atlética; tenía el pelo negro,  los ojos azules y  poblado bigote; siempre se adornaba la cabeza con un sombrero que caía con desgana sobre el  perfil derecho de su cara  y yo, ¡lo quería tanto..!
Pasaba el tiempo, los hijos no llegaban y a Dolores  le sobraba día.   Gastaba el tiempo en cuidar de la casa y que  la comida estuviera siempre a punto. Pero él empezó a  ausentarse demasiado y las ausencias duraban varios días. Los tratos se hacían en las tabernas y cuando se cerraba uno, después de sellarlo con un apretón de manos, se invitaba a los “tocaores” y era entonces cuando el tiempo se paraba y la juerga podía durar varios días.  “Yo no me callaba- me decía. Cuando volvía, después de dos o tres días,  siempre lo esperaba despierta, dispuesta a montarle la gresca más  grande que pudiera recordar. Y él, siempre me hacia la misma faena: Dejaba que  peleara y cuando me quedaba sin argumentos, entonces  me colmaba de regalos y de perdones y yo  caía rendida en sus brazos. Como aquel día que me compró unos zapatos rojos. Yo nunca había tenido  unos zapatos rojos, y él me sorprendió con la cara pegada a los cristales de la zapatería El Barato, desde donde me miraban, orgullosos, unos zapatos rojos que yo no podía calzar. Y llegó, ufano, con la caja bajo el brazo y me dijo: ­“Póntelos que vamos a salir”.  Y yo me moría de vergüenza, porque   aquellos zapatos no eran para la gente de mi clase.
También  hubo algunas veces que el alcohol dictó su ley, y esas veces, sí,  yo enfilaba el callejón de los Guajareños hacia arriba buscando La Posta, y desde allí, carretera de Granada adelante, no paraba hasta llegar a Vélez  de Benaudalla, a la casa de mis padres, donde buscaba refugio.
¡Cuántas veces me habría contado Dolores esta historia, la historia de su vida! ¡Cientos de veces!, pero no por repetida perdía interés, y siempre la escuchaba como si fuera la primera vez.  
“Mi  Mariano siempre iba a buscarme. El camino que yo hacía de día, él lo andaba de noche, como un ladrón que teme que lo descubran. Con la impunidad que da la noche, esperaba que llegara el día agazapado en el porche de  casa de mis padres. Y cuando el pueblo empezaba a recobrar la vida perdida durante las horas del sueño,  antes de que el barrio comenzara a despertarse, me pedía que volviera y yo, una vez más, volvía. Cuando me lo mataron, me decía llorando, yo no había trabajado nunca. Me vine con él con 16 años, y cuando lo arrancaron de mi vida, tenía 26 y me quedé sola.”
Me relataba el momento en la morgue en  que  tuvo que reconocer su cadáver. Su llanto, sus porqués de  aquella muerte tan inútil como cruel. ¿Por qué lo detuvieron si sólo estaba cantando en mitad de la noche? Lo llevaron al calabozo por alterar el orden público, según ponía en los papeles que le dieron  aquella mañana negra. Lo metieron con un loco que habían detenido por la mañana y que se había escapado del manicomio, pero al que se  habían olvidado de registrar y  guardaba la navaja con la que había herido a su madre.  Sólo tuvo que esperar a que se durmiera para cometer aquel  horrible crimen y truncar  para siempre sus vidas. La dejaron a solas con él: le puso la boca en su sitio, la boca que aquel loco  le había desfigurado; le lavó las heridas,  le peinó el pelo tan negro, que dolía como un luto, y lloró sabiendo que ese rizo  indomable que caía sobre su frente y que ella no lograba sujetar,  ya nunca tendría el color de la nieve.  Vistió aquel hermoso cuerpo con el mejor traje que tenía y después, ella se vistió de luto para siempre. Más tarde, cuando el dolor dio paso al hambre, se dejó ayudar. Tenía buenas vecinas, mujeres que trabajaban en el campo de sol a sol, y pronto aprendió de ellas. Primero, recogiendo papas. ¡Cuántas veces me contaba Dolores que  sin que el  capataz las viera, la ayudaban a terminar su “camá!: “Yo no sabía y me quedaba atrás”. Luego,  en la monda, aprendió a vendarse los brazos y las piernas para que las hojas de las cañas que cortaban como cuchillos no la hirieran.  Antes de que el sol despuntara por el este se podía ver las cuadrillas de mujeres que bajaban como ramblas buscando la vega; cada una con su hatillo portando las viandas, que solían ser pocas: un mendrugo de pan y un poco de tocino.   Muchas, también llevaban a sus hijos de la mano. Otras, a punto de parir, rogaban al cielo que se les atrasara hasta acabar la semana. Si el cielo no las escuchaba, volvían de la vega al caer la noche con lo recién nacidos en brazos, envueltos en el delantal. A ella le hubiera gustado ser una de aquellas mujeres que volvían con su niño en brazos, pero la providencia, o quien fuera, había dispuesto su vida de otra manera... Sola.  Dolores ya era una de ellas,  una de esas mujeres que, como ramblas, buscaban la vega y el sustento de cada día  y  a dentelladas, cambiaban la risa por llanto; el hambre, por nada. Muchos días, después de terminar una dura jornada de trabajo, de vuelta por la Calle de las Cañas detrás de los acarretos, sabiendo que no la esperaba nadie, ralentizaba el paso  y deseaba que el camino de vuelta nunca terminara. Luego, sentada en la puerta de su casa, me hablaba y  se envolvía  del aroma a melaza que los Ingenios escupían al cielo de Motril. Y me volvía a contar la historia de su vida, y yo la volvía a escuchar como si fuera la primera vez, y me contaba cuánto lo quería y cogiéndose los pechos, les reprochaba que nunca hubieran dado leche y se golpeaba el vientre, ese vientre estéril que ella decía odiar porque no le había dado un hijo.
  

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